Okónkolo, Itótele, Iyá : familia Batá,
mi trinidad de tambores
Es la hora de conversar con los dioses,
de llamarlos por su nombre Lucumí,
como se llama a la gente de arriba,
desde su oriki o nombre secreto.
Los tambores con añá, con Osain,
son médiums resonando en la palabra.
El maestro: olubatá
abre los ojos,
y habla desde su ritmo.
I
Okónkolo: Omelé
Giro de sangre y carne,
giro y giro del plexo solar.
Mamba libre por el campo
oteando el resplandor.
Sudoroso golpeo el cuero por ambos lados:
enú, chachá.
Evoco las planicies con mis pies descalzos.
En los centros abiertos de la noche,
mis manos estallan como supernovas,
memorial de genes.
Bongo de cedro: Nkunia Menga Tuala,
en el vaivén del río Senegal.
Ahí vamos.
Brilla mi bemba con la lluvia,
corre mi sangre con el agua.
Dejo caer mi cuerpo viejo de cicatrices
en el litoral tupido de piedras.
Amanezco desde todos los siglos.
Clorofílico e impulsado por mis propias raíces,
broto de este árbol de boabad,
Eleguá:
otra vez nos encontramos,
santa cabeza brillante.
Soy el niño menor de mi ritmo,
cuando canto,
cuando danzo caudaloso de amor.
Yeyé Oshun,
mi diosa de las fuentes,
semilla de mi nacimiento.
II
Itótele
Giro y giro dentro de un caracol,
ondulación del mar.
Mamá Yemayá.
Negro anfibio,
criatura del fondo iridiscente
donde anidan las vibraciones.
Un decibel,
ashé ashé,
energía naciendo,
niño fuerte,
ashé ashé,
negro isla,
negro continente,
tamboril, circular, planetario.
Negro total,
ungido de música.
Inicio mi danza
desde mi propia molécula de sudor.
Negro lluvioso,
negro fertilidad,
semilla que despierta con la noche.
Oyá,
en su ciclo infinito
toma mis respiraciones
y otra vez en el esplendor del rayo:
la luz del amor.
Vuelvo al vacío de su canto.
III
Iyá
Mis pies giran sin tocar la tierra.
Esclavo antiguo al borde de la libertad.
Carabalí, arisco y cantor,
quien en su atardecer prepara saraeko:
aguardiente, miel, maíz, voz, brillo.
Nido de magma:
Aggayú Solá,
mi dios volcán.
Fufu,
con nueces y pescado,
fufu,
hálito de Olodumare.
Tambor en alta velocidad.
Mamá Ikú,
entre el verde y amarillo de mi collar.
La santa muerte pegada en mi hueso.
Didé didé Obatalá,
venga mi santo orisha.
Ánimas:
egguns ancestrales sacuden mi cuerpo.
Donde quiera que esté
transmuto en guepardo,
en boabad.
Reviento mi dermis
hacia el sol.
Estoy dentro de usted,
mi santo Changó
dueño de los batá,
y de las percusiones del cosmos.
Esto soy
cuando se apagan las luciérnagas,
resonancia absoluta del tambor.
Mis hermanos aún amarrados,
bailaron,
mis hermanos reyes bailaron.
Danzo,
me salgo de mi propio incendio,
calamar tembloroso.
Vuelo azul en el cascabel del amanecer.
Justicia para todos los seres,
babá mi Shangó.
El canto
Cantamos para iluminar la sangre,
hemos comido pijibayes y atol de maíz.
En las alturas frescas del rancho
una serpiente lora se desliza con calma.
El viejo Lino me heredó su tambor.
Me siento sobre la piedra ancha del río,
donde él solía sentarse por horas.
Escucho sus cantos,
los voy siguiendo.
Las ranas multiplican sus colores entre las hojas.
Me llamaron a cuidar la palabra,
y aquí estoy,
lánguido guardián aún.
Busco con insistencia mi arteria ancestral.
Es fácil decir que se trata de una misión.
En los centros turbulentos del espíritu
es más que eso:
un único camino
agrietado por los terremotos.
Mientras tanto,
el viejo no se calla.
Sigo golpeando con tenacidad
este tambor antiguo
que es la palabra.